El día de mi muerte fue tan común como cualquier otro.
Hubiera sido mejor que me hubiera regresado como siempre en el autobús, pero me molestaba el tiempo que tardaba en llegar a casa.
Recuerdo la mentira que le conté a mamá, para que me prestara su automóvil: entre los muchos ruegos y suplicas dije que todos mis amigos manejaban, y que lo consideraría como un favor especial si me lo prestaba.
Cuando sonó la campana de las 2:30 de la tarde para salir de clases tiré los libros al pupitre porque estaría libre hasta el otro día a las 8:40 de la mañana: corrí eufórico al estacionamiento a recoger el auto, pensando solo en que iba a manejarlo a mi libre antojo.
¿Cómo sucedió el accidente?
Eso no importa.
Iba corriendo con exceso de velocidad, me sentía libre y gozoso, disfrutando el correr del auto.
Lo último que recuerdo es que rebase a una anciana, pues me desespero, su forma tan lenta de manejar.
Oí el ensordecedor ruido del choque y sentí un tremendo sacudimiento, volaron fierros, pedazos de vidrios por todas partes; sentía que mi cuerpo se volteaba al revés y escuche mi propio grito.
De repente desperté.
Todo estaba muy quieto y un policía estaba parado junto a mi.
También vi a un doctor.
Mi cuerpo estaba destrozado y ensangrentado, con pedazos de vidrio encajados, por todas partes.
Cosa rara, no sentía ningún dolor.
¡Hey! no me cubran la cabeza con esta sábana!
¡No estoy muerto, solo tengo 17 años!
Además tengo una cita por la noche.
Todavía tengo que crecer y gozar una vida encantadora.
¡No puedo estar muerto!
Después me metieron a una gaveta, mis padres tuvieron que identificarme, lo que más me apenaba, es que me vieran así, hecho añicos.
Me impresionaron los ojos de mamá, cuando tuvo que enfrentarse a la más terrible experiencia de su vida.
Papá envejeció de repente cuando le dijo al encargado del anfiteatro: Si. . . este es mi hijo.
El funeral fue una experiencia macabra.
Vi a todos mis parientes y amigos acercándose a la caja mortuoria, pasaron uno a uno con los ojos entristecidos, algunos de mis amigos lloraban, otros me tocaban las manos y sollozaban al alejarse.
¡Por favor alguien que me despierte! ¡Sáquenme de aquí, no aguanto ver inconsolables a papá y mamá!
La aflicción de mis abuelos apenas los permite andar.
Mis hermanos y hermanas, parecen muñecos de trapo, pareciera que todos estuvieran en trance.
Nadie quiere creerlo, ni yo mismo.
¡Por favor, no me pongan en la fosa!
Te prometo, Dios mío, que si me das otra oportunidad seré el mas cuidadoso del mundo
¡Solo quiero una oportunidad mas!
¡Por favor, Dios mío! Solo tengo 17 años!
Anónimo